domingo, 7 de noviembre de 2010

Mariel: De la historia gráfica de la nación o la historia nacional de la fotografía (fragmentos y omisiones)


Inmigrantes cubanos. Archivo del Nuevo Herald

Entre el 15 de abril y el 31 de octubre de 1980 cruzaron el estrecho de La Florida 125 266 cubanos. Para esta ola migratoria –la más densa en la historia de Cuba- se usaron 2 mil once embarcaciones. En esos 5 meses hubo un promedio de 2 mil ochocientos cubanos arribando diariamente a las costas de Estados Unidos. El récord se estableció el 3 de junio, cuando 6 mil personas atravesaron las 90 millas de agua que separan la isla de Cuba de la isla de Cayo Hueso.

El incidente que provocó este dramático tránsito de una orilla a la otra fue la muerte de uno de los policías que cuidaban la Embajada de Perú en La Habana, el día 1 de abril, cuando varias personas a bordo de un autobús, forzaron la entrada al edificio. El gobierno cubano había exigido que se entregaran dichas personas a las autoridades, pero el gobierno peruano les concedió derecho de asilo. Entonces el gobierno cubano retiró los guardias de la embajada e informó por todos los medios que la misma quedaba desguarnecida. Treinta y ocho horas después había 10856 cubanos dentro de la sede diplomática.

La multitud estuvo varias semanas ocupando todos los espacios posibles, desde las ramas de los árboles hasta el techo de la casa. Prácticamente sin comida ni agua, en medio de situaciones de violencia, insalubridad, tensión y todas las consecuencias del hacinamiento. Cuando el gobierno de Estados Unidos proclamó su solidaridad con los cubanos que deseaban emigrar, Fidel Castro informó que el puerto de El Mariel quedaba abierto para todas las embarcaciones provenientes de Estados Unidos, que vinieran en busca de cubanos.

A los asilados en el edificio de la Embajada se les otorgaron salvoconductos para que regresaran a sus casas mientras esperaban su turno para partir en una embarcación. Entonces empezó la segunda parte de su drama. Encerradas en sus casas, muchas veces sin servicios de electricidad ni agua, dependiendo de algún vecino solidario para poder comer, miles de familias sufrían el acoso constante de grupos incitados por el gobierno y por las llamadas “organizaciones de masas”. Las calles de La Habana eran el escenario de las golpizas, las humillaciones y las persecuciones a que eran sometidos hombres y mujeres indefensos; también ancianos y niños. Hubo algunos muertos. Yo tenía mucho miedo.

Cuando comencé a buscar documentación fotográfica de aquellos eventos, me encontré con una situación que en realidad era previsible: simplemente no hay fotos. Si se realizó alguna documentación gráfica, fue desde los sistemas de vigilancia (y en ese caso, está resguardada en algún archivo policíaco) o fue desde una posición de clandestinaje, tan protegida que todavía no ha salido a la luz pública.

Los medios impresos en Cuba solamente divulgaron fotografías de las llamadas Marchas del Pueblo Combatiente, que organizaba el gobierno para poner en escena el apoyo de la sociedad. Los abusos no se fotografiaron. No hubo ni un fotógrafo documentalista, ni un fotorreportero, ni un defensor del realismo fotográfico, ni un guardián de la identidad nacional, ni un latinoamericanista, ni un antiimperialista, ni un revolucionario que documentara las escenas de barbarie que ocurrían a diario.

A estas alturas no creo que eso sea una gran pérdida para la historia de la fotografía cubana. Pero ya que nos reúne aquí el tema de la relación entre fotografía e historias nacionales (o historias nacionales de la fotografía) creo que lo que he comentado es un ejemplo interesante de cómo ciertas omisiones y ciertas mutilaciones afectan simultáneamente al relato y a la imagen de la nación. Y esto es muy evidente en el caso de Cuba, donde el relato y la imagen estuvieron tan imbricados a partir de 1959, justamente en una etapa en que distintos actores pretendían estar refundando la nación, mientras simplemente estaban reinventando las representaciones de lo nacional.

Pero esto también es un ejemplo de que las omisiones y los vacíos tienen una función estructural dentro de los relatos históricos. Yo, en lo personal, veo como muy atractivo para el ejercicio historiográfico el prestar atención a esos lapsus porque a veces nos ayudan a enfrentar preguntas como: ¿Quién escribe la historia? ¿Quién la cuenta? ¿Desde dónde? ¿Con qué instrumentos? ¿Con qué poderes? Y finalmente, ¿la historia de quién?

viernes, 5 de noviembre de 2010

Queloides. ¿Raza y racismo en el arte cubano contemporáneo o raza y racismo en Cuba?


María Magdalena Campos. Not Just Another Day. 1999. Still de video


En las artes plásticas cubanas la utilización de la imagen del negro como imagen de una raza ha gozado de todas las manipulaciones habidas y por haber. Lo más común ha sido explotarla desde el punto de vista religioso, ora folclorista, ora emparentando -empastando- conceptos de raza e identidad a fin de tamizar o eludir un punto que debido a las connotaciones políticas que podría acarrear su disección por lo delicado de su tratamiento, pocos se atreven a tocar. La crítica, salvo excepciones, ha hecho lo mismo.
Ariel Ribeaux
No había muchos negros haciendo crítica de arte en Cuba cuando Ariel Ribeaux escribió ese magnífico ensayo titulado Ni músico ni deportista. Y no creo que el panorama haya cambiado mucho por el momento. En mi salón de la Facultad de Artes y Letras, de la Universidad de La Habana no habría más de media docena de negros (entre más de 50 estudiantes) en el año 1990, y no me consta que alguno de ellos sea hoy día un crítico, historiador o curador reconocido. Me permito este dato autobiográfico para que se entienda de qué estoy hablando cuando hablo de racismo en Cuba. También para que se tenga en cuenta que las expresiones del racismo son más sutiles y complicadas de lo que cotidianamente se percibe.
Por eso, probablemente la disyuntiva que pongo en el título de este artículo es una disyuntiva falsa. Ya podrán corroborarlo quienes han estado al tanto del desarrollo de la exposición Queloides: Raza y racismo en el arte cubano contemporáneo, que acaba de inaugurarse en Mattress Factory, de Pittsburg, después de haber sido desplegada en el Centro Wifredo Lam, de La Habana. Habrán notado que el proyecto llama la atención tanto sobre el racismo dentro de la sociedad y la cultura cubanas como dentro del repertorio de temas, discursos y argumentos del arte cubano contemporáneo. Pero yo acudo a la disyuntiva porque también pienso en dos maneras de entender el término “racismo”, el cual, dicho sea de paso, me sorprende que no haya sido censurado cuando la muestra se inauguró en La Habana.
Primero me atengo a la acepción común de “racismo”, que se refiere a la discriminación o la segregación por motivos de raza, o a la ideología o las doctrinas que justifican esas prácticas discriminatorias desde el supuesto de que hay razas inferiores a otras o de que hay razas condenadas a existir dentro de un estatus marginal y subordinado. Creo que con esas definiciones es que trabajaron los organizadores de Queloides, y de ahí se deduce que los artistas seleccionados construyen representaciones críticas, paródicas en muchos casos, de estereotipos raciales, que tienen que ver con la imagen del negro, tal y como ha sido elaborada históricamente en la intersección de razas que constituye la cultura cubana.
Esta noción de racismo es también política. No se trata de que las culturas “dialoguen” y se “fundan en un crisol”. Se trata de relaciones de poder, subordinación y subversión. Se trata de discursos, más o menos sutiles, o más o menos descarados, que se infiltran desde las esferas de poder y contaminan la manera en que la sociedad se percibe a sí misma. Se trata de mecanismos de manipulación que se ponen en juego para preservar el control. Se trata de juegos perversos, como el chantaje a que se somete a los negros en Cuba, bajo el supuesto de que han sido redimidos por la Revolución. Se trata también de los complejos, los resentimientos, las fobias y las paranoias desde las que el negro se ve a sí mismo y desde las que codifica sus relaciones con la sociedad.
Desde esa perspectiva es que Queloides no sólo llama la atención sobre ciertos procesos de representación en el arte cubano, sino sobre el origen histórico y la formación (incluso la transformación) que tienen esas representaciones en la sociedad cubana actual.
Pero pensar el racismo sólo desde ese ángulo puede conducir a creer que estos artistas están trabajando todo el tiempo con realidades externas, como si la raza fuera sólo un “asunto” más dentro de los pretextos que se tienen para reelaborar estéticamente las relaciones y las representaciones colectivas (como si en verdad hubiera una realidad externa a la actividad artística). Por eso creo que una definición complementaria del racismo (una definición no oficial, o no autorizada, digamos) es útil para comprender la manera en que muchos de los artistas de Queloides se están involucrando con el tema de las razas y las relaciones interraciales. En ese sentido pienso también el racismo como una forma de conciencia de la raza propia y de la raza del otro. Una manera de autoconciencia que permite al individuo distanciarse de sí mismo para verse como otro. Una conciencia a veces exasperada, a veces irritada, que se forma antes de expresarse como discurso desde o sobre la raza. Desde ese punto de vista –y solamente desde ese punto de vista- leo el subtítulo de la exposición, “raza y racismo en el arte cubano contemporáneo”, de una manera metafórica, no imaginando los modos en que el racismo es comentado desde el arte, sino los modos en que el racismo (esa conciencia enfática de la raza) atraviesa también el campo de la experiencia artística.
Para mi gusto, María Magdalena Campos es la artista cubana que ha logrado una mayor consistencia en esa reelaboración artística de la conciencia racial. Ella está entre los artistas que de manera más eficiente administran el equilibrio entre una visión crítica y una visión autocrítica de la raza propia. Está entre los que controlan mejor (porque el arte es una cuestión de control, a fin de cuentas) la correlación entre expresividad y formatividad, entre discurso y materia o entre subjetividad y técnica, cuando trabajan sobre el tema de lo racial. Y es una artista que no solamente trabaja desde una conciencia racial, sino también sexual, problematizando aún más esa doble percepción del yo, como identidad y como diferencia.
Afortunadamente, esa relación entre la raza y el género, definitoria también de obras como la de Marta María Pérez, René Peña o Elio Rodríguez, fue atendida desde el principio en el discurso curatorial y ha sido analizada de una manera bastante inteligente en las numerosas reseñas que se han hecho de la exposición. La conciencia de la raza es uno de los filtros por los que pasa la conciencia del cuerpo, y a lo que asistimos en Queloides es a la representación del cuerpo desde su implicación política y su localización histórica, desde su condición de cuerpo para uno y cuerpo para los demás.