lunes, 26 de mayo de 2008

Algunas frescuras sobre la obra de Tomás Sánchez

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En Monterrey la temperatura estaba sobre los 40 grados, pero si la exposición de Tomás Sánchez en el MARCO me pareció refrescante no fue solamente por el aire acondicionado del museo. Hacía mucho tiempo que no veía obra de Tomás, así que esta oportunidad me pareció un privilegio. Todavía recuerdo el asombro y el encanto que nos provocaron aquellos cuadros que expuso en la Bienal de La Habana, basados en esas relaciones entre la isla, la nube y la laguna. Ahora no sabría decir a ciencia cierta qué es lo que nos encantaba de esas obras, pero creo que lo fundamental es que eran bellas, aunque en aquella época nos diera tanto pudor usar esa palabra (bueno, a mí me daba pudor creo que a ti no). De esa época (y probablemente en la misma edición de la Bienal) sólo recuerdo otra obra que me haya fascinado tanto, y es la serie Sólo agua en la lágrima de un extraño, de Gory. Curiosamente, tanto aquella obra de Gory como la de Tomás, jugaban con opciones visuales de la insularidad que después se volvieron más recurrentes en el arte cubano, aunque casi nunca llegaron a esos niveles de delicadeza y de inteligencia (The Wasted Waters, de Piña, está entre las excepciones honorables).

Es peligroso ir al reencuentro de una obra con esas expectativas, en las que siempre hay un poco de nostalgia y un poco de mitificación. Finalmente nunca me fue difícil repetir que Tomás Sánchez es uno de los mejores pintores cubanos que he conocido. Así que entrar al museo fue también como pasar de un terreno de idealidad a una experiencia más terrenal.

En esa experiencia descubrí que mi relación con cierto tipo de pintura figurativa está muy contaminada por mi relación con la fotografía e, incluso, por la mediación de las fotos, las diapositivas y los JPG. De modo que suele ocurrirme que, al ver el original, me sienta un poco frustrado, porque el original siempre exhibe imperfecciones. En ese sentido, el original siempre es más real, por supuesto, pero lo es también en la medida en que se exhibe como más artificial, puesto que la realidad de una obra de arte está basada precisamente en su carácter de artificio.

Sentí esa frustración con muchas de las obras que componen esta exposición. Creo que es una incomodidad que se da al dejar de relacionarse con la obra en un plano ideal y hacerlo en un espacio real. O al dejar de sentir la obra como imagen y empezar a percibirla como objeto. La duda que tengo ahora es si todo es consecuencia de mi prejuicio, o si realmente algunos de esos paisajes carecen de ese necesario “contrapeso” que permite a una obra de arte existir ubicuamente entre lo imaginario y lo objetivo (lo que es decir, más o menos, entre la totalidad y lo incompleto).

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Porque también hay otras obras que son sencillamente magníficas. Como esa serie de nubes, pintadas al pastel, que tienen una exquisitez del carajo. O como la serie de pinturas de los basureros, que son un lujo para la mirada y para la imaginación. Esas pinturas en particular tienen una carga dramática impresionante, y además transmiten un doble sentimiento de humildad y grandeza, que es simplemente conmovedor. Ese tipo de obras hacen que disfrute la pintura también como pintura, incluso más allá de las argucias de la representación. Tienen esa cosa electrizante que toca mi cuerpo, que asalta mi simpático, que repercute en mi pelvis y que crea una pausa en mi ritmo cardiaco (aunque esto último no es tan difícil, dado mi estilo de vida).

Y sin embargo, hay otros paisajes que parecen estar hechos más para la mente que para el ojo, y mucho menos para el cuerpo. Ya sé que eso suele ser entendido como un valor, más que como una deficiencia de la obra. Y ayuda a mantener la imagen de Tomás Sánchez como un artista medio místico y medio conceptual. Pero a mí ese efecto me deja ligeramente insatisfecho, cuando pasa el momento –casi lúdicro- del desciframiento. Estoy pensando sobre todo en varios cuadros que coinciden en el tema del “observador” o el “meditador”, pues en todos ellos aparece ese personaje (ese “motivo”) casi mimetizado dentro de un paisaje imponente, bien concentrado en sí mismo, o bien concentrado en el paisaje (aunque aquí no hay mucha diferencia entre una cosa y otra). Hay algunos retruécanos aquí, puesto que el observador, además de ser el personaje representado observando el paisaje, es también el pintor que observa al observador. Y, en última instancia, soy yo mismo, observando al observador y al paisaje. Si a esto añadimos que muy posiblemente el observador representado es el propio pintor, la segunda opción se complica, porque se trataría del observador observándose a sí mismo. El tema de los cuadros es, sin dudas, la mirada (o más bien, la observación, que aquí aparece planteada como un ejercicio muy particular de introspección, de desdoblamiento y de desprendimiento). Pero en todo caso, los cuadros contendrían más un comentario sobre la mirada que un estímulo para la mirada, aun cuando exigen un esfuerzo extra para descubrir al observador representado, quien no siempre se nos revela de golpe.

el canto del pájaro azul

Y es que esos paisajes los veo como una sugerencia de paisaje, como un boceto, como una posibilidad. Parece haber una trampa lingüística en ese statement que dice: he aquí un paisaje, como si la definición de lo representado tuviera que venir desde fuera, como si la pintura no pudiera definirse desde sí misma.

Me da gracia que Néstor Díaz de Villegas (otra vez Néstor) sugiere que hay algo "intrínsecamente batistiano" en lo "acomodaticio" de esos paisajes.

Me da gracia, pero me deja pensando